jueves, 1 de julio de 2010

Reseña de Pedro A. González Moreno para el libro La ceniza y la espuma de Manuel López Azorín



Reseña de Pedro A. González Moreno(El primero por la izquierda en la foto) para Presentar el libro La ceniza y la espuma de Manuel López Azorín (en el centro) el 8 de mayo de 2008 en el Centro Cultural Pablo Iglesias de Alcobendas.(Madrid)

La poesía de Manuel López Azorín: “una fonética del alma”

A Manuel López Azorín lo ha definido Joaquín Benito de Lucas como “un alma de poeta que se entrega sin doblez, a todos los que a ella se acercan”. Palabras que le definen no sólo en cuanto a poeta sino también en cuanto a hombre, y esos son, el de la poesía y el de la vida, los dos ejes sobre los que se construye también este último libro: La ceniza y la espuma. De la ética personal de Manuel López Azorín ofrece un perfecto testimonio su poema “Recordando consejos paternos”, donde el poeta escucha esa voz ya lejana, pero viva, que le dice: “Nunca dádiva alguna te someta, / siembra con la misericordia / tu camino y tus actos”. Y, de semejante actitud, de generosa y desinteresada entrega, dan fe, igualmente, algunos otros versos como los del poema titulado “La siembra”, donde proclama su voluntad de sembrarse, simbólica y generosamente, para que todos puedan compartirle. Aquel buen amigo común, el admirado Claudio Rodríguez, llevado por ese mismo afán, dejó escrito: “qué sacrilegio este del cuerpo, este / de no poder ser hostia para darse”, pero López Azorín va más allá y declara sus deseos de volverse simiente y savia fecundantes para rebrotar, como buena cosecha, en el corazón de los hombres; y por eso confiesa: “Yo persistí en mi sueño, / resistí como pude, caminando, / buscando dónde arar para sembrarme. / De esta tierra de siembra surge, fértil, / cosecha que reparto para todos. / Y me siembro de nuevo”.

En correspondencia con las tres partes del libro, tres son los ejes sobre los que se construye La ceniza y la espuma: en la primera parte (titulada “El golpe que no esperas”), los materiales líricos se agrupan en torno a una amarga experiencia vital; en la segunda (“Metáforas de vida”), el autor expone una serie de reflexiones metaliterarias sobre su forma de ver y de entender la poesía; y la tercera parte (“La ceniza y la espuma”), López Azorín ofrece una serie de reflexiones existenciales articuladas sobre los dos símbolos dominantes que le dan título tanto a este apartado como al libro en su conjunto.
De tal manera, lo vital, lo literario y lo existencial, actúan como tres grandes arterias por donde discurre el cauce limpio y emocionado, también cáustico a veces, de los versos de Manuel López Azorín.

En la primera parte predomina, pues, la evocación doliente y desgarrada de una amarga experiencia, que llevó al poeta a una situación límite: la de la conciencia del acabamiento. De ahí que estos versos estén marcados por un tono amargo y un vocabulario que refleja una realidad al acecho, una atmósfera hostil y desasosegante, un sentimiento de desposesión y de pérdida y un mundo en trance de desmoronamiento y destrucción. Con un acento serenamente crítico, el poeta nos habla de “un tiempo de relojes parados” o de un universo despoblado donde “ya no anidas palomas en las cúpulas” y nos introduce también en un entorno hiriente donde instauran su dominio las alas rotas, las guadañas, los cuchillos al acecho, los sueños rotos, los alambres, las garras de los depredadores, los dientes afilados o las aristas del espino… Signos reveladores, todos ellos, del dolor más profundo; indicadores que aparecen como despojos de una batalla “ganada al despropósito”, la batalla del hombre que se sintió expoliado de su propia esperanza y casi de su propia vida y que caminó como un funámbulo por el alambre de la más cruel incertidumbre: la de saber que se le había puesto fecha de caducidad a su existencia.

El otro tema vertebrador del libro es el metapoético, desarrollado sobre todo en la segunda parte, titulada: “Metáforas de vida”, donde Manuel López Azorín hace confesión de su personal concepto sobre la escritura: “ser poeta – nos dice – es un modo de sentir, / modo de estar, de ser en esta vida”. Para el poeta, literatura y vida no son dos cauces que discurran paralelos y que se junten azarosamente, en el espacio del poema, sino más bien dos manifestaciones de una misma corriente inseparable. Ser poeta no es un oficio o un mero disfraz, sino una actitud vital. El poeta no es como el cenobita que va montando “escaparates de falsa seducción”, por eso sus versos se tiñen de una acerada crítica al despreciar las “voces corrompidas” de ciertas “alimañas” o de ciertos “Buitres carroñeros” que ejercen de poetas y convierten la lírica en un puro acto de exhibicionismo o en un continuo ejercicio de ambición y vanidad. O bien critica a esos asnos o caballos salvajes y sin escrúpulos que “mancillan las palabras y sus significados”

Para López Azorín la poesía no es, por tanto, una manera de medrar, un modo de figurar, sino fragmentos de vida y sentimiento transformados en palabra. Los poemas en los que de una manera más detallada expone el autor su concepto de la escritura es en los titulados “¿Esto es la poesía?” y “La música extremada”. En ellos la tarea lírica aparece concebida como un modo de atrapar la temporalidad fugitiva, ya que tanto la vida del hombre como la del poeta son una constante lucha contra el tiempo, de ahí que mediante los versos se pretenda “eternizar el instante con la magia del ritmo, con la música”. Según esto se escribe para seguir viviendo, para “perpetuar la vida con palabras”.

El poema es capaz de crear, en su espacio cerrado, un tiempo interior y mágico donde “Ayer, ahora, luego…/ todo cabe / unido, en planos superpuestos ya sin tiempo”, es decir, en el poema se funden y conjugan en un único plano de realidades superpuestas, el presente, el pasado y el futuro, creándose una dimensión nueva de temporalidad.

Asimismo ese recinto habitable del poema debe estar recorrido por la emoción, puesto que, recordemos, la emoción forma parte del sentimiento y de la vida, que son otros dos aspectos esenciales de su visión poética. Las palabras que no despiertan las fibras de la emoción son palabras muertas, por ello el verdadero poema debe estar escrito, dice, “en palabras que emocionan / porque llegan y tocan los sentidos”. Y además de todo ello, para que la poesía sea eficaz debe contener una cierta apelación al misterio, porque importa no sólo lo que se dice sino también lo que se calla, y a veces son más significativos los silencios o las sugerencias de las intuiciones que las propias palabras: la escritura se concibe así como “un fulgor de palabras / que digan más que dicen lo que dicen las páginas.” El conocimiento poético se sitúa a veces más allá de los límites de lo racional, actúa en ocasiones como la revelación de alguna verdad oculta que se trasmite a través de “códigos secretos” que el poeta descifra desde su estado de asombro, como poseído por “una fiebre de miel”, y desde tal estado de arrebato de iluminación, el poeta recibe fogonazos de “luminosa claridad” entre las tinieblas. Sólo así, cuando se cumplen en el poema todos esos condicionantes, puede lograrse “La música extremada” de la que el poeta nos habla, una música interior que brota desde “un tiempo sin tiempo”, y que dará como resultado la clara condición del poema buscado: “Será esta poesía germen de idea clara / grafía del concepto, fonética del alma,/ lenguaje de los sueños, armonía en palabras.”

Finalmente, la tercera parte; “La ceniza y la espuma”, es la que da título al libro, y en esa sencilla antinomia aparecen los dos polos sobre los que se articula este poemario, ya que ambos signos constituyen dos claves, temáticas y simbólicas, cuyo significado, de raíz existencial, resulta muy evidente: por un lado, la ceniza representa la naturaleza mortal, el barro, el polvo de la frágil condición humana, y por otro, la espuma aparece como signo de luz, de elevación, de espiritualidad, de sueño y esperanza. Ceniza y espuma son la polaridad esencial sobre la que descansan otras dos oposiciones igualmente significativas: la cima frente a la sima, la caída frente al vuelo, la luz frente a las tinieblas, la materia frente al espíritu, la corruptibilidad frente a la trascendencia. Frente a la ciega dimensión y la materialidad del barro, el poeta reivindica la necesidad de ser espuma; frente a las asechanzas del fluir temporal y la conciencia del acabamiento , López Azorín sueña con ser Fénix “de ser ave que renace”… “como espuma que salva y fortifica”. Recrear, renacer, revivir y reinventar, son verbos que el poeta usa, muy significativamente, a lo largo de esta parte del libro, ya que todos ellos están relacionados con su afán de trascender, mediante el sueño, la cruda materialidad del barro frágil y mortal que le constituye. Y sólo mediante la espuma, es decir, mediante las ansias de elevación, se puede escapar a tan dramático destino. Por eso se pregunta y nos pregunta en el poema final: “¿Por qué no abandonar ese destino / de ser polvo. Misterio de ceniza. / Elevarse y soñar, y ser espuma? / (Aunque al final sea todo barro, polvo, / ceniza de este sueño que es el hombre.)”

Pedro A. González Moreno está Licenciado en Filología Hispánica, es poeta y novelista, crítico literario y profesor de Literatura. Autor de cuatro libros de poesía recogidos en la antología La erosión y las formas, del ensayo Aproximación a la poesía manchega, de la novela Los puentes rotos y de un último libro publicado, valiosa reflexión viajera de y por la Mancha, titulado Más allá de la llanura.

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