jueves, 8 de julio de 2010

Unos poemas del libro Vértigo de Manuel López Azorín



VÉRTIGO obtuvo el Premio Zenobia 1993 y se publicó la primera edición el día 6 de mayo de 1994. Consta de 94 página con un poema prólogo, seis secciones con 52 poemas y un poema epílogo. Incluyo aquí una breve selección de poemas de este libro.


I Vértigo

1

El miedo sin la luz.
La soledad agrandada, misteriosa.
Vértigo negro, negra estancia, negro,
negro el estigma negro.
Las horas también negras esta noche,
repletas de jaurías,
de aullidos reclamando cuerpos, vida.
El miedo entre las sombras se hace vértigo negro
y al borde del abismo muere el tiempo.


2

A veces sumergimos
la mirada en el fondo de otros ojos
con inaudito vértigo,
desesperados, ciegos de tanta noche oscura
para implorar la luz ante la sombra
y sentir su caricia en las pupilas
como alba renacida.


II La hoz del segador

3
Hay en tus ojos miedo
y una leve sonrisa entre los labios,
y hay en tus ademanes
más caricias que nunca
aunque trates de ser igual que siempre.

III Alimenta mis sueños

3

Alimenta mis sueños,
enrédate en las ondas de mis ansias,
que tu olfato no niegue mi perfume
ni tus dedos mi cuerpo.

Espero vertical que tus sentidos
florezcan, como almendros,
y sea yo el fruto de tu flor. Arquero
primero de tus ojos y señor de oquedades,
el músico de todas tus canciones.

Alimenta mi sueños
y déjame soñar entre tu pecho
para alejar el vértigo con besos.


IV Rompo a besos la luz

1

En las horas tempranas
cuando la luz inicia su retorno,
tras una noche de vigilia eterna,
la tenue claridad
traspasa los visillos, ilumina
tu rostro que reposa.
Es el alba y te miro,
y te contemplo absorto y acaricio tu pelo
negro como la noche que me envuelve.


VI Bajo el laurel dormido

1

Se deshilan
las horas y los días
y la madeja va formando ovillo.
El tiempo va trenzando, hilo a hilo,
la cuerda de un ahora siempre vivo
mientras brillan
las luces de la vida.

Andando vino el alba


hasta hace poco prisionero he sido
del vértigo y, al miedo encadenado,
sumido en llanto y al dolor trabado
¡ay! nás muerto que vivo me he sentido.

Hasta hace poco, del temor vencido,
al borde del abismo he caminado
por un sendero oscuro y desahuciado
ansiando ver la luz, desasistido.

Por las horas del héspero marchaba,
camino de la noche más oscura,
ya apagadas las lámparas del sueño.

Por la senda del miedo caminaba
abrazado a mi propia desventura
y andando vino el alba y fui su dueño.

martes, 6 de julio de 2010

Palabras de José Hierro para la presentación de Vértigo de Manuel López Azorín



Fotos: Manuel López Azorín, Rafael Montesinos y José Hierro


Presentación que nos leyó José Hierro en el Aula Literaria Hispanoamericana, Hoy también llamada “Rafael Montesinos” y siempre conocida por el nombre de este gran poeta sevillano que la dirigió durante más de medio siglo. Fue tras la publicación en 1994 por la Editorial Siddhart Mehta, de este libro que obtuvo en 1993 el Premio Zenobia de Poesía.


Presentación de José Hierro para Vértigo

Manolo López Azorín va por la vida procurando no pisar las rayas que unen las losas. A la hora de fotografiarse en grupo, se pone detrás, en una segunda o tercera línea, donde, con un poco de suerte, es posible que no aparezca. Anda siempre arrimado a las paredes porque, aunque él no lo sepa, o si lo sabe no quiere reconocerlo, tiene agorafobia. Organiza – ahí están sus Tertulias de Autor, su colectivo Helicón del que es fundador ( y me parece que único motor entusiasta) – encuentros con poetas. Y en cada uno, como representante del colectivo, dice unas palabras de cortesía, sentado al lado del poeta de turno. Y se pone allí como quien da los tres bastonazos en el suelo, anunciando que va a comenzar la representación, para no estar entre el público, donde podrían mirarle los poetas que van a largar, lo que le causaría pavor.
Este murciano que anida por San Sebastián de los Reyes, metido en faenas poéticas – que sus disgustos le causarán, pues esto de la poesía es cosa que debe ocultarse, como si se tratase de una enfermedad vergonzosa – es todo lo contrario del murciano de dinamita de Miguel Hernández.
Así que cuando se decide a escribir versos – porque nadie que ame la poesía puede dejar de picotearla, o dicho de otro modo, porque nadie que escriba poesía puede dejar de amar la ajena – lo hace en voz baja, para no molestar (antes, decía él, que porque ya los demás lo habían dicho todo)
Como su poesía no quiere ser pirotecnia ni lujo verbal, sino confesión lo hace en tono menor (¡Ojo, que no se malentienda lo de menor!) mirando a un lado y a otro mientras escribe, quitando el adjetivo innecesario, el exorno, la imagen que trata de deslumbrar en vez de precisar. Y habla de su musa “El miedo”.
El miedo y la luz o el amor, que en este libro son equivalentes. Y para liberarse del miedo, como el niño que, para ahuyentarlo, canta en la oscuridad, sueña con un alba liberadora: “Por la senda del miedo caminaba / abrazado a mi propia desventura…/ y andando vino el alba y fui su dueño.” Así lo expresa el poeta. El alba que viene, o a la que llega el poeta, es el amor.
Hay aceptación del dolor sin autocompasión y el alba que identificamos con el amor, el amor en que se refugia y le desvanece el miedo, el vértigo.
Manolo López Azorín ha escrito para ahuyentar el miedo. Ahora tiene ya un refugio, el amor, lo que importa no es el tema, la materia prima de sus versos, sino – lo sabemos con Mallarmé – la expresión, la palabra – escueta, limpia, pura, libre de zonas muertas – la composición de cada poema, su línea que no permite – como en tantos poetas – intercambio en el orden de las estrofas. En suma, una arquitectura sólida, un esqueleto que mantiene vertical la piel y el músculo, que la emociona. (Y ahora, señorito Manolo, a leernos tu Vértigo.)

José Hierro
31 de enero de 1995

José Hierro, llamado por mí y por muchos coloquialmente Pepe Hierro, fue un gran poeta español nacido en Madrid, 3 de abril de 1922, pero se crió en Santander. Perteneció a la llamada primera generación de postguerra dentro de la corriente que se dió en llamar Poesía del desarraigo.
Con una poesía evocativa e intimista desarrolló lo que él solía llamar poesía de reportaje y poesía de alucinación. Poeta testimonial y existencial obtuvo el Adonais en los años cuarenta(1947, fue Premio Nacional de Poesía en 1953 y 1998, esta vez por Cuaderno de Nueva York,una el Premio de la Crítica por Cuanto sé de mí, fue el primer poeta en 1981 a quien se le concedió el Premio Príncipe de Asturias, en 1990 le concedieron el Nacional de las Letras por su obra, en 1998 se le concedió el Premio Cervantes. Libros importantes suyos son: Alegría, Quinta del 42, Cuanto sé de mí, Libro de las alucinaciones, Agenda y Cuaderno de Nueva York. falleció el 21 de diciembre de 2002.

jueves, 1 de julio de 2010

Reseña de Pedro A. González Moreno para el libro La ceniza y la espuma de Manuel López Azorín



Reseña de Pedro A. González Moreno(El primero por la izquierda en la foto) para Presentar el libro La ceniza y la espuma de Manuel López Azorín (en el centro) el 8 de mayo de 2008 en el Centro Cultural Pablo Iglesias de Alcobendas.(Madrid)

La poesía de Manuel López Azorín: “una fonética del alma”

A Manuel López Azorín lo ha definido Joaquín Benito de Lucas como “un alma de poeta que se entrega sin doblez, a todos los que a ella se acercan”. Palabras que le definen no sólo en cuanto a poeta sino también en cuanto a hombre, y esos son, el de la poesía y el de la vida, los dos ejes sobre los que se construye también este último libro: La ceniza y la espuma. De la ética personal de Manuel López Azorín ofrece un perfecto testimonio su poema “Recordando consejos paternos”, donde el poeta escucha esa voz ya lejana, pero viva, que le dice: “Nunca dádiva alguna te someta, / siembra con la misericordia / tu camino y tus actos”. Y, de semejante actitud, de generosa y desinteresada entrega, dan fe, igualmente, algunos otros versos como los del poema titulado “La siembra”, donde proclama su voluntad de sembrarse, simbólica y generosamente, para que todos puedan compartirle. Aquel buen amigo común, el admirado Claudio Rodríguez, llevado por ese mismo afán, dejó escrito: “qué sacrilegio este del cuerpo, este / de no poder ser hostia para darse”, pero López Azorín va más allá y declara sus deseos de volverse simiente y savia fecundantes para rebrotar, como buena cosecha, en el corazón de los hombres; y por eso confiesa: “Yo persistí en mi sueño, / resistí como pude, caminando, / buscando dónde arar para sembrarme. / De esta tierra de siembra surge, fértil, / cosecha que reparto para todos. / Y me siembro de nuevo”.

En correspondencia con las tres partes del libro, tres son los ejes sobre los que se construye La ceniza y la espuma: en la primera parte (titulada “El golpe que no esperas”), los materiales líricos se agrupan en torno a una amarga experiencia vital; en la segunda (“Metáforas de vida”), el autor expone una serie de reflexiones metaliterarias sobre su forma de ver y de entender la poesía; y la tercera parte (“La ceniza y la espuma”), López Azorín ofrece una serie de reflexiones existenciales articuladas sobre los dos símbolos dominantes que le dan título tanto a este apartado como al libro en su conjunto.
De tal manera, lo vital, lo literario y lo existencial, actúan como tres grandes arterias por donde discurre el cauce limpio y emocionado, también cáustico a veces, de los versos de Manuel López Azorín.

En la primera parte predomina, pues, la evocación doliente y desgarrada de una amarga experiencia, que llevó al poeta a una situación límite: la de la conciencia del acabamiento. De ahí que estos versos estén marcados por un tono amargo y un vocabulario que refleja una realidad al acecho, una atmósfera hostil y desasosegante, un sentimiento de desposesión y de pérdida y un mundo en trance de desmoronamiento y destrucción. Con un acento serenamente crítico, el poeta nos habla de “un tiempo de relojes parados” o de un universo despoblado donde “ya no anidas palomas en las cúpulas” y nos introduce también en un entorno hiriente donde instauran su dominio las alas rotas, las guadañas, los cuchillos al acecho, los sueños rotos, los alambres, las garras de los depredadores, los dientes afilados o las aristas del espino… Signos reveladores, todos ellos, del dolor más profundo; indicadores que aparecen como despojos de una batalla “ganada al despropósito”, la batalla del hombre que se sintió expoliado de su propia esperanza y casi de su propia vida y que caminó como un funámbulo por el alambre de la más cruel incertidumbre: la de saber que se le había puesto fecha de caducidad a su existencia.

El otro tema vertebrador del libro es el metapoético, desarrollado sobre todo en la segunda parte, titulada: “Metáforas de vida”, donde Manuel López Azorín hace confesión de su personal concepto sobre la escritura: “ser poeta – nos dice – es un modo de sentir, / modo de estar, de ser en esta vida”. Para el poeta, literatura y vida no son dos cauces que discurran paralelos y que se junten azarosamente, en el espacio del poema, sino más bien dos manifestaciones de una misma corriente inseparable. Ser poeta no es un oficio o un mero disfraz, sino una actitud vital. El poeta no es como el cenobita que va montando “escaparates de falsa seducción”, por eso sus versos se tiñen de una acerada crítica al despreciar las “voces corrompidas” de ciertas “alimañas” o de ciertos “Buitres carroñeros” que ejercen de poetas y convierten la lírica en un puro acto de exhibicionismo o en un continuo ejercicio de ambición y vanidad. O bien critica a esos asnos o caballos salvajes y sin escrúpulos que “mancillan las palabras y sus significados”

Para López Azorín la poesía no es, por tanto, una manera de medrar, un modo de figurar, sino fragmentos de vida y sentimiento transformados en palabra. Los poemas en los que de una manera más detallada expone el autor su concepto de la escritura es en los titulados “¿Esto es la poesía?” y “La música extremada”. En ellos la tarea lírica aparece concebida como un modo de atrapar la temporalidad fugitiva, ya que tanto la vida del hombre como la del poeta son una constante lucha contra el tiempo, de ahí que mediante los versos se pretenda “eternizar el instante con la magia del ritmo, con la música”. Según esto se escribe para seguir viviendo, para “perpetuar la vida con palabras”.

El poema es capaz de crear, en su espacio cerrado, un tiempo interior y mágico donde “Ayer, ahora, luego…/ todo cabe / unido, en planos superpuestos ya sin tiempo”, es decir, en el poema se funden y conjugan en un único plano de realidades superpuestas, el presente, el pasado y el futuro, creándose una dimensión nueva de temporalidad.

Asimismo ese recinto habitable del poema debe estar recorrido por la emoción, puesto que, recordemos, la emoción forma parte del sentimiento y de la vida, que son otros dos aspectos esenciales de su visión poética. Las palabras que no despiertan las fibras de la emoción son palabras muertas, por ello el verdadero poema debe estar escrito, dice, “en palabras que emocionan / porque llegan y tocan los sentidos”. Y además de todo ello, para que la poesía sea eficaz debe contener una cierta apelación al misterio, porque importa no sólo lo que se dice sino también lo que se calla, y a veces son más significativos los silencios o las sugerencias de las intuiciones que las propias palabras: la escritura se concibe así como “un fulgor de palabras / que digan más que dicen lo que dicen las páginas.” El conocimiento poético se sitúa a veces más allá de los límites de lo racional, actúa en ocasiones como la revelación de alguna verdad oculta que se trasmite a través de “códigos secretos” que el poeta descifra desde su estado de asombro, como poseído por “una fiebre de miel”, y desde tal estado de arrebato de iluminación, el poeta recibe fogonazos de “luminosa claridad” entre las tinieblas. Sólo así, cuando se cumplen en el poema todos esos condicionantes, puede lograrse “La música extremada” de la que el poeta nos habla, una música interior que brota desde “un tiempo sin tiempo”, y que dará como resultado la clara condición del poema buscado: “Será esta poesía germen de idea clara / grafía del concepto, fonética del alma,/ lenguaje de los sueños, armonía en palabras.”

Finalmente, la tercera parte; “La ceniza y la espuma”, es la que da título al libro, y en esa sencilla antinomia aparecen los dos polos sobre los que se articula este poemario, ya que ambos signos constituyen dos claves, temáticas y simbólicas, cuyo significado, de raíz existencial, resulta muy evidente: por un lado, la ceniza representa la naturaleza mortal, el barro, el polvo de la frágil condición humana, y por otro, la espuma aparece como signo de luz, de elevación, de espiritualidad, de sueño y esperanza. Ceniza y espuma son la polaridad esencial sobre la que descansan otras dos oposiciones igualmente significativas: la cima frente a la sima, la caída frente al vuelo, la luz frente a las tinieblas, la materia frente al espíritu, la corruptibilidad frente a la trascendencia. Frente a la ciega dimensión y la materialidad del barro, el poeta reivindica la necesidad de ser espuma; frente a las asechanzas del fluir temporal y la conciencia del acabamiento , López Azorín sueña con ser Fénix “de ser ave que renace”… “como espuma que salva y fortifica”. Recrear, renacer, revivir y reinventar, son verbos que el poeta usa, muy significativamente, a lo largo de esta parte del libro, ya que todos ellos están relacionados con su afán de trascender, mediante el sueño, la cruda materialidad del barro frágil y mortal que le constituye. Y sólo mediante la espuma, es decir, mediante las ansias de elevación, se puede escapar a tan dramático destino. Por eso se pregunta y nos pregunta en el poema final: “¿Por qué no abandonar ese destino / de ser polvo. Misterio de ceniza. / Elevarse y soñar, y ser espuma? / (Aunque al final sea todo barro, polvo, / ceniza de este sueño que es el hombre.)”

Pedro A. González Moreno está Licenciado en Filología Hispánica, es poeta y novelista, crítico literario y profesor de Literatura. Autor de cuatro libros de poesía recogidos en la antología La erosión y las formas, del ensayo Aproximación a la poesía manchega, de la novela Los puentes rotos y de un último libro publicado, valiosa reflexión viajera de y por la Mancha, titulado Más allá de la llanura.