(Presentación
de Romancero
Flamenco, de Manuel López Azorín, tertulia literaria
“Eduardo Alonso”. 17 de diciembre de
2013)
(Nota: Todas las fotografias fueron realizadas por Carlos García Sánchez)
Presentación de Manuel Cortijo Rodríguez
Un racimo de luz
De izquierda a derecha, Manuel Cortijo Rodríguez, Manuel López Azorín y Nicolás del Hierro
La
ciencia y la cultura españolas tienen no pocos débitos contraídos con el
filólogo, historiador, folclorista y tanto más don Ramón Menéndez Pidal, que vivió a partir de los diez años en
Albacete, donde inició la Segunda Enseñanza en un Instituto de la capital cuchillera,
que luego prosiguió en Burgos y Oviedo. Entre las grandes conquistas en las que
participó y de las que se ha beneficiado y enriquecido la literatura española,
destaca la recuperación del Romancero, considerado por don Ramón en su libro Flor
nueva de romances viejos (1928),
como un producto meramente medieval,
cuyos primeros pasos inicia en 1900, aprovechando su viaje de novios. A partir
de este primer atisbo devocional del género, comienza a ajustar sus estudios, diseña
su motivada pretensión, los trayectos a recorrer en sus investigaciones,
comenzando a recoger innumerables romances por tierras de Castilla la Vieja y
los primeros frutos deseados de distintos archivos consultados, del boca a boca
que mantuvo con las gentes de otras regiones españolas y de sus viajes por
distintos países hispanoamericanos. De toda esta cosecha instrumental, empiezan
a resplandecer maravillas ignoradas que
escondía el Romancero tradicional español, incluso allende
los mares.
El Romancero, tan honrado y alentado
por el Renacimiento, tuvo su continuidad, sabido es, en los grandes poetas de los siglos XVI y
XVII, como Góngora, Lope de Vega y Quevedo, sus máximos
exponentes. Pero ¿qué ocurre con el Romancero en el siglo XVIII? Ahondando por ahí dentro en la
historia de nuestra literatura dieciochesca, sabemos que la poesía neoclásica
trató temas históricos, costumbristas, satíricos y pastoriles, siendo sus formas
habituales las odas, epístolas y elegías. Del romance como composición poética, en la
documentación consultada encuentro citado al poeta extremeño Bartolomé José Gallardo, como autor de
un romance con estribillo, manteniendo la rima asonante en los pares, del que
transcribo sus cuatro primeros versos:
¿A qué puertas y ventanas
clavar con tanto rigor,
si de par en par abiertas
tengo las del corazón?
Si tal fue la situación, al principal poeta neoclásico
español Juan Meléndez Valdés, se le
reconocen en su producción lírica,
además de la oda anacreóntica, el epigrama o la poesía de circunstancias y los romancillos
heptasílabos, una de las estrofas favoritas del poeta. Recordemos también que
escribió, conservando la oda como estructura métrica, entre otros grupos de
poemas, sus Variaciones sobre un romance de
Góngora.
Viene
resultando particularmente obvio que en los romances permanece una parte
esencial de la historia de España, de las aspiraciones, vivencias de un tiempo
reconocible por medio del sentir tradicional de sus pueblos. Estos poemas épico-líricos,
de mayor o menor extensión, cuyos orígenes tienen su punto de partida en los
antiguos cantares de gesta, se han ido heredando de generación en generación,
como si se tratara de un cierto aire de
familia, de un parentesco personalizado, entendido como proyección operativa
en la identificación de las raíces congéneres. Resulta innegable que los
romances se fueron sosteniendo en la propia solidez de sus cimientos, pues fue
tanta su aceptación como género entroncado con la poesía heroica, que en seguida se tradicionalizaron en el
siglo XV y así perduran florecidos hasta nuestros días.
Y
de ese aire de familia que decíamos llega
a nuestras manos este Romancero flamenco(EireneEditorial), que tiene mucho
-por no decir todo- de homenaje; este libro
que es, a su vez, un canto de esperanza por el Flamenco, entonado desde el apasionamiento
y la claridad poética, porque Manuel
López Azorín, su autor, es un poeta que participa del fulgor abarcante de
la claridad, un poeta claro, como
leemos en las palabras empapadas en luz sin término que dejó escritas Francisco Caro en la hermosa introducción
previa que hiciera de este mismo título, con motivo de su presentación en la librería de la música El Argonauta el pasado mes de marzo.
No
es que Manolo, haya bebido de las
fuentes familiares más próximas (excepción
hecha de la devoción al recuerdo de la imagen paterna, que el poeta nos deja
escrita en sus fervorosas Notas preliminares, puestas al principio del libro)
las aguas primerizas y los fervores confesados que nos llegan del siglo XVIII,
que acredita la aparición del Flamenco, como soporte donde se afirma
la música y la danza que señala la cultura andaluza. Lo que ocurre es que el poeta, probadamente, lleva
grabado a fuego en su sangre y en su alma el cante flamenco, que tutela y
establece la sustancia seminal de sus propios sentimientos, como él mismo observa en una de las soleares de
las que se sirve para el introito: “Sé que el canto es como un eco/ y cuando
grita la voz/ resuenan los sentimientos”. La relación existente en este
formidable libro entre el Romancero, como género que
singulariza y define en gran medida la
cultura hispana y el Flamenco, cuyas historias aparecen
enlazadas fuertemente, viene determinada, por una parte tendente a prolongar y
honrar el recuerdo más entrañablemente familiar de su padre, como inceptor identificable
y originario de esta obra, y por otra, para izar un ensimismado ejercicio de
empatía afectiva, hacia quienes (mujeres y hombres gitanos o payos, que tanto
da), flamencos puristas o no, se atrevieron a lanzar al aire la queja o el quejío y clamar frente a la injusticia, la
represalia, la humillación, el desprecio… tal como lo leemos en el apunte
introductorio señalado. En consecuencia, el poeta, se adhiere a su vocación y por
medio de la virtud poética, viene a dar al lector noticias muy sentidas de una
personalísima declaración de amor al arte flamenco, forjada con toda maestría y
probidad en algunas de las distintas
formas rítmicas (palos) más popularizadas, como veremos más adelante. Claro,
pero considérese que, al mismo tiempo, el
poeta expresa inequívocamente su oposición, su condena más enérgica, su
pretendida denuncia que dirige hacia los detractores y corrompidos de todos los tiempos que el Flamenco tuvo, a esos que
quisieron y aún quieren menospreciarlo, abolirlo y, lo que resulta
especialmente grave, silenciarlo, porque, en todo caso, nunca han bebido lo más puro de sus aguas
clarísimas.
Este
Romancero
flamenco que presentamos hoy, se deja sentir en la totalidad de los
poemas incluidos en libro en versos octosílabos de asonancia monorrima, que
no monorrítmicos, a través de los cuales
el poeta da cumplida cuenta de su pericia constructiva, poniendo al servicio de
ésta muchas de las variedades y tipos rítmicos que ofrece este metro. Todos los
romances se suplementan con algunas de las variedades del cante flamenco,
conocidas como palos. Así nos encontramos la presencia de soleares acabadísimas,
que hubiese celebrado como suyas el mismo Rafael Montesinos, aquel poeta que prolongó la escuela sevillana,
nuestro también en tanto como fuimos, que dijo de la estrofa: La soleá es trágica por naturaleza y nace
lamentándose, incluso en el requiebro... La contundencia de sus tres versos obliga a decir más en menos espacio,
algo que es muy valioso en cualquier tipo de poema”. Sirva ésta de Rafael como ejemplo: “Déjame dormir la
siesta,/ contigo, amor, en tu cama;/ contigo, aunque no la duerma”. Y siguiriyas
perfectas de composición, obtenidas de igual troquel que aquéllas de la emoción
amorosa que su padre le brindaba a Manolo,
cuando la infancia iba fruteciendo bajo el sol de su casa en Moratalla. Valga
la siguiente como muestra: “Como degollada/ se expande en el aire./ Terrible es
el grito. Un escalofrío/ recorre la sangre”.
El Flamenco para nuestro poeta es mucho
más que un contagio sentimental, la manifestación de un estilo asociado a la
etnia gitana, un estado anímico de
resonancias colectivas subyacente en el alma, donde la música, la danza y la letra cantada, constituyen los
aderezos dominadores de su razón de ser; es mucho más que un sentir en un tiempo
sin borrar, o una entonación parecida a cualquier
melancolía evocativa, que tuvo cabecera y asilo en el pueblo andaluz, como
dijimos más arriba.
El cante flamenco para López Azorín es una forma de resonancia
interior, algo que sólo puede decir el sentimiento. Así, desde esa convicción
emotiva, le vemos avecinarse con la
memoria común de aquella progenie de cantaores flamencos, Silverio Franconetti, Gaché, Juan Breva, El Camarón, que se nos fueron ya, y que ahora, en estas
páginas, se prolonga y se alza el sol de su recuerdo: el recuerdo de aquéllos
que no pueden morir porque aún les oímos, porque se nos ha quedado varada la vibración sonora de sus voces en nuestros
corazones oyentes para siempre. Pero esto no es por una simple cuestión de los
sonidos, sino porque nunca podrán irse del todo “Los que han sentido en el pecho,/ el alma,
por dentro y fuera,/ el grito de todo un pueblo/ y, con el pueblo, su esencia”.
Vuelve con Federico García Lorca, uno de sus mentores poéticos más
oferentes, siempre próximo, con toda su franqueza, su voz poética nutrida de emoción,
redimida en la luz, como una lamentación personal, sobrada de fervor confesional
hacia la figura inefable del poeta granadino: ¡Ay Federico! que fuiste,/ ¡Ay
Federico, qué pena!/ en la fuente de las lágrimas,/ llanto de sangre en tu
tierra”. Acogiéndose por pura semejanza
a Lorca, en un elogio incontestable a su recuerdo, se apoya en el zumbón poder de la soleá: “Soleá por Federico./
Llanto de rabia y de pena/ en un doloroso grito”. Pero el poder interior está en el alma, y es preciso sacarlo
sin mermas que lo debiliten en tiempos de escasez y crisis del entusiasmo
humano “Para hacerle frente al hambre/
que produce el abandono…/ se saca el alma en el cante”.
Ningún protagonista principal físico e
imprescindible, aplicable a los moldes del cante flamenco, se queda sin su sitio aquí en
estos romances, que favorecerán nuevos
impulsos creativos de la composición en generaciones venideras. Así establece
el poeta la unidad de clima y tono que define la grandeza de este libro, que ha venido a encender en llama viva una
alentada pasión amorosa por el Romancero, como el más antiguo
género literario conocido que califica nuestra cultura hispana, tan
consistentemente unido al Flamenco, según se dijo antes. Aquí
el cante, el baile, las manos, los siguiriyeros, la siguiriya, nos dejan para
siempre encendida la luz de su verdad. Y sobre todo esto, que no parece poco, el empeño de un poeta afortunado, Manolo López Azorín, poeta solidario,
propio, honesto y modélico donde los haya, que nos regala en su Romancero
flamenco quizá uno de los latidos más intensos de sus éxitos creativos, que viene a prolongar una obra
poética considerable en productividad y entregas, fructífera en
reconocimientos, de la que mucho se ha opinado en multitud de foros culturales y
escrito por algunos de los críticos más aventajados en revistas de creación, diarios y páginas de
opinión. Eso sin contar lo mucho que aún está por venir. Y nosotros deberíamos
entablar muchísimo más sobre la poesía luminosa de Manolo, bien lograda en este libro, pero como bien se comprenderá
esto no se ajusta al espacio y al tiempo de
lo que García Lorca
denominaba como protocolo convencional.
Manuel López Azorín y Nicolás del Hierro |
Por eso nosotros, desbordados y
conmovidos por tanto sentimiento liberador del hombre, tanta verdad y claridad poética,
consistencia de estilo inconfundible que nos llevan arriba, hasta las cumbres del arrebato y la emoción,
nos vamos a quedar, nos quedamos a vivir en el alma de López Azorín, que nos deja a las puertas de la inmortalidad
interior, en el arrojamiento empático del
poeta con el cante flamenco, sus cultivadores y defensores más significativos, que ya es en este hermoso
libro referente obligado e imperecedero. Nos quedamos con la luminosa carga de
este racimo de luz arromanzada que ratifica y enaltece a Manolo como un poeta necesario, y constituye una de las ganancias simbólicas
más deslumbrantes que nos ha regalado su estilística, su poesía durativa. Nos
vamos a quedar en ese alto misterio de la elevación poética, que nos aproxima
-en común- y nos invita a ponderar el cante flamenco en su justa medida, con la
fuerza real de la soleá que cierra este libro que ha permanecido cinco lustros
arrumbado, pero que nos llega con todo su verdor benéfico de clarividencia, en su
originaria depuración formal, para decir a los que oyen con las capacidades de
los corazones grandes: “Flamenco, cante flamenco:/ forma de sentir de un
pueblo/ para no morir por dentro”.
Manuel Cortijo Rodríguez:
Manuel Cortijo Rodríguez:
Manuel Cortijo Rodríguez (La Roda, Albacete, 1950), que se dio a conocer como poeta en los años setenta, siempre me ha parecido (además de un buen poeta que nunca se decidió a publicar en forma de libro y sí lo ha hecho con poemas sueltos publicados en revistas y también ha sido incluido en varias antologías) un buen poeta, un gran lector y, cuando ejerce la crítica literaria, un acertado crítico.
Manuel Cortijo Rodríguez es poeta. Lo dice muy bien en su Wetsite oficial otro poeta José María González Ortega: Muchas personas sensibles quisieran ser poetas; otras lo son porque no les queda más remedio: están destinadas... como Manuel Cortijo.Lo es en poemarios, recitales, conferencias, ensayos... Dirige la Tertulia Literaria “Eduardo Alonso” (fundada en 1979), de la Asociación Cultural Peña de Albacete en Madrid, cuyos actos realizan en la Casa de Castilla-La Mancha.
La poesía de Manuel Cortijo Rodríguez es de íntima reflexión y está hecha con una arquitectura formal de clara y difícil sencillez, una sencillez que nos provoca la emoción en cualquiera de sus poemas. el año pasado publicó Memoria de lo usado (Diputación de Albacete, 2012).